Caminando por la zona financiera de Las Begonias en estas mañanas frías donde a veces me olvido de tomar desayuno por tomar una reunión más.
¿Dónde estábamos la última vez que tuve tiempo para algo?
Aquí, en este newsletter levantando como victoria la posibilidad de una pausa. Yo sé que ustedes también. Me sorprendería que sobrevivan a la notificación que les acaba de aparecer para seguir leyendo.
Lo sé.
Pero sigo.
Estas semanas estuve leyendo muchos otros newsletter. Varios con una biografía sobre quiénes los escriben.
¿Un disclaimer muy respetuoso con su posible audiencia?
Quizás.
Es válido interrogarme pero también dejarme ver si pretendo que me lean.
Vamos por partes.
Yo tenía una vida en Cusco.
Principalmente, y esa es quizá una categoría de pensamiento que me exige perfeccionar mi narrativa personal. Porque no me gusta como se dieron las cosas y estoy teniendo que asumir eso a mis 34 años. Una flojera hablar de la edad. Pero ese es otro tema.
Volver a Cusco para mí puede ser un ejercicio de nostalgia que solo me arroja a más nostalgia.
Claro que está la familia, la vida bonita, la vista, el misticismo del que siempre se habla de respirar el Cusco. Al menos la postal de la Plaza de Armas.
Pero haber vivido ahí es una cuestión de azar. Hermoso, pero azar al fin. Como todo lo que nos abre a la coordenada de la vida.
Es una idea que me parece lejana, aunque cada introducción a personas nuevas cuente con una advertencia, como una señal sobre tierra, marcada con un palito que no dice nada más que señalar un detalle.
Soy cuzqueña.

En Cusco hay algunos grados bajo cero, recuerdo despertar para ir al colegio y tomar una ducha en modo cubito de hielo. Terminar clases y caminar por el centro lleno de turistas. Salir de paseo los fines de semana con la familia hacia el sur para comer chicharrones en Saylla, o pasar las tardes escuchando a Julio Iglesias en el auto de mis papas viendo los montes cambiar de colores volviendo de un paseo al Valle Sagrado. Volver a comer picarones y cerrar el domingo, o esperar con fervor la procesión de Lunes Santo o la de Corpus Christi.
Fue con estas cosas que mi familia me enriqueció la vida.
Me crearon tantas memorias en una red cultural llena de simbolismo, fe y —repito— familia.
Caer a Lima fue parte de un destino planeado en familia también. Repito: familia.
La universidad. Los logros, la posibilidad del éxito. Todo eso se pensó en familia. Que yo viviera en Lima fue una decisión que se tomó en familia. Y lo que más me costó de soltar el Cusco fue mi familia.
Se me hace un nudito en la garganta, que se siente más frío que el cubito de hielo que era cuando iba al colegio en las mañanas cuzqueñas.
En el tiempo me fui haciendo a la idea de Lima, y vaya, la mitad de mi vida ya la he vivido aquí. Estamos casi al medio y un poco más y aún me cuesta pensar en la vida que no fue.
Mis papás son maravillosos. Han estado en cada llamada conmigo, por días y años. Pero siempre me dio pena saber que me perdía las cosas cotidianas, cosas domésticas. El lonche de los domingos, los conciertos de saya a los que iban juntos, los cumpleaños de los tíos, las sobremesas, las tradiciones y las fiestas donde podía ver bailar a mi mamá. (Ey ma, bailas increíblemente lindo)
Todo eso fue retomado en visitas durante vacaciones, pero desde que me fui el 5 de enero del 2008, no volví realmente a vivir ahí. Ni me lo imaginaba cuando mi mamá me hizo la maleta.
Un avión es todo lo que significa cambiar de vida para mí. Pero ya la idea ahora es integrar.
Hace dos semanas fui al encuentro de promociones de María Auxiliadora Cusco en Lima. Es decir, todas estas señoras también hicieron ese tránsito que me costó tanto de ir de Cusco a Lima. ¿Les habrá costado como a mí?
Que importante es haberlas visto. El sentido de pertenencia es frágil a los 16.
A Lima le tengo cariño y curiosidad. Eso alimenta mucho de mis aventuras por aquí. Me hice un espacito en lo caótico del no saber.
Pasé siempre mucho tiempo en espacios que me acogieron con la familiaridad de siempre estar: el Manolos de Larco para el manoleo (revista y churro de manjar blanco en mano), el Virrey (con sus bolsitas de papel y las ilustraciones de Felipe Guamán Poma de Ayala), el cine Alcazar (cuántas películas fui a ver sola, uf), las butifarras del Parque Kennedy, el MALI (cuando fui a las primeras fiestas en ese hall blanco y negro), el Starbucks de Parque Sur (creo que estudié todos los finales de la mitad de carrera en esa ventana que da a Divemotor soñando con comprarme un Meche).
La ciudad y yo al cabo de un tiempo habíamos desarrollado una relación. Era mi Lima y la había diseñado a mi forma. O de alguna forma en la que funcionara para mí en los veintes.
Me da gusto poder mirarme de nuevo, con 16 años, sin saber el nombre del juego al que me había comprometido a jugar.
Aunque también es bien pertinente ser ajena a los circuitos limeños debo reconocer. Da un sentido de impermeabilidad, y algunas cosas realmente no importan para quienes no crecimos aquí de niños.
Es bastante liberador de algún modo.

No se gana, pero se goza
Hace poco me di cuenta que me gusta que me digan señora. Siento que me da porte (ha!). Y pensé que sonaba genial ser una señora cuzqueña en Lima. Así era mi abuela Lola cuando venía, siempre fue muy cuzqueña y muy ella.
“No se gana, pero se goza” es un cartel colgado en la barra de La Capitana en Surquillo. Se goza mucho de a dos en esa barra. Y también de la salsa, que ponen siempre ahí, como también en los conciertos de salsa. El de Ruben Blades al que fui hace poco, que inició con “Plástico”, tremendo. O el de Tito Nieves al que iremos este mes para cantar “Señora Ley” en el Gran Teatro Nacional.
A Lima la gozo mucho con la salsa que escucho y canto a todo volumen en el auto cuando estoy sola. O cuando bailo con mi chico en la cocina.
¿Puede ponerse mejor?
Lima, sorpréndeme a lo grande.
— prw